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Vacaciones al pasado (relato paranormal)

sábado, 28 de septiembre de 2013


Se lo dedico a Bea y a Carolina, dos personas maravillosas que he tenido la suerte de conocer en esta nueva etapa de mi vida. Chicas, sois mis protas, je je, espero que no os importe que me haya tomado la licencia, es mi pequeño homenaje....




Mi soporífera  y extremadamente larga  travesía en avión desde Argentina termina y el taxi me  transporta hasta  la entrada de aquel pueblecito. Las puertas góticas me trasladan a otra época.
Y allí estoy, con la esperanza de encontrar  la evasión que tanto anhelo, sin móvil, sin autores saturándome el Facebook  y pidiendo disculpas porque tienen dudas, ni el fustigador sonido de faxes y el ruido de oficina retumbando en mi cabeza. En busca de la calma conmigo misma, sin las horas y planificaciones previas. Huir de los pensamientos y de la actual civilización al esplendor del pasado. Es la razón por la que me he dejado convencer por Carolina para ir a esa  región para mis mini vacaciones, la riqueza histórica que encierra y  la fascinante Galicia Bíblica, cuna de leyendas celtas, y tantas otras… o eso cuenta ella.

El enorme balcón de la casa rural donde me hospedo es como un gran palco  al mar abierto, donde admirar el vaivén de las olas acechando la playa. La luna llena y el centellear constante del mar, roza lo inconcebible el NO inmortalizarlo como mi cámara, digno de ser postergado como mi nuevo fondo de escritorio de mi portátil. Es casi inevitable no bajar hasta la playa y lo hago. La luna incita a bañarme.
 Precipito mi reloj al hondo océano y tomo varias determinaciones;  no me regiré bajo ninguna rutina horaria, ingeriré alimento cuando tenga hambre y dormiré cuando el sopor me alcance.
Aparco la sensatez junto a mi ropa,  me introduzco en la inmensidad marina y nado mar adentro. Vuelvo mi rostro hacia el puerto y para mi sosiego no hay ni un alma. Pero refugiada en las olas intuyo que soy observada y un silbido procedente de las rocas capta mi atención. Un chico joven mantiene el brazo estirado indicándome mi retaguardia. Me estremezco cuando avisto la descomunal ola que se acerca con la intención de engullirme e intento nadar rauda hacia tierra. El chico logra socorrerme antes de que la ola me alcance y me haga trizas contra las rocas. Me deja en la orilla mientras me cubre con mi ropa  y yo, aturdida, cuando logro incorporarme y espabilar  todos mis sentidos, para mi sorpresa  me percato de que ya no está. ¿Cómo lo ha hecho? Desaparecer así…
  Miro hacia el acantilado y creo verlo, aún me tambaleo pero consigo llegar y subir al risco. Me acerco a él, me presento para darle las gracias, pero detecto cierto recelo hacia mí. Y presiento que está a punto de volver a volatilizarse.
      —¡Espera! —le grito.
Finalmente accede y me responde que su familia le ha inculcado la desconfianza hacia los extranjeros.
Aún algo receloso, consigo convencerlo y decide continuar conversando conmigo. Se llama Adolfo, es moreno de pelo y tez, delgado y atractivo aunque va algo desaliñado. Me comenta que nunca ha pasado de las montañas  en sus veintisiete años. La conversación definitivamente se alarga y le confieso mi fascinación por la historia de la pequeña urbe. Adolfo finalmente se ofrece a servirme de guía pero matiza que solo lo hará cuando salga la luna y  con la condición que no vuelva a meterme en el agua a esas horas. Parece inofensivo, me guío por mi instinto y acepto gustosa, además me ha salvado la vida.
 Comenzamos aquella misma noche nuestra especie de paseo cultural, algo inusual por el horario nocturno  pero estoy embelesada por las antiguas leyendas que no paran de brotar de sus labios. Llevamos un buen rato caminando, atravesamos un monte mientras un plácido aroma a eucalipto va guiando su testimonio. Es cortés y afable, algo ceremonioso en su lenguaje, tanto que no puedo evitar reírme mientras pienso que se ha metido en demasía en su personaje de guía medieval y habla con la jerga de la época. Pero es entretenido y decido seguirle el juego de la misma forma. Me guía hasta una ostentosa fortaleza por la que pasaron romanos  y aristócratas de la época y no fue derruida ni por la infame furia de la batalla, ni por el transcurrir del tiempo. Corro por sus estrechas escaleras y jugamos a que es un noble y yo una doncella de la época mientras me persigue entre sus bastos muros hasta que me da alcance. Nos reímos y jugamos como críos. Me ofrece su mano y vuelve a tirar de mí brazo hasta una vieja y abandonada serrería y me sigue narrando la  trama existencial de aquellas ruinas. 
Adolfo aunque me trasmite confianza es un tanto misterioso, cada vez que formulo una pregunta ligeramente personal, cambia de tema, posee una habilidad magistral para hacerlo  y cuando logro que conteste, no es muy conciso en sus respuestas, por el contrario sobre el pueblo sí y me obsequia con más información de la que puedo digerir en una sola noche. ¿Cómo puede saber tanto? Fechas exactas, ubicaciones, quizás trabaje en el pequeño museo del centro, o tenga un hobbies afín al mío es en principio lo que llego a imaginarme.
El desánimo se apodera de mí cuando dice que tiene que irse.
 Es un extraño, Bea, me digo a mí misma, pero su mirada nostálgica cae implacable sobre mí y me arrolla. Y siento la imperiosa necesidad de volver a verlo.
  —¿Estarás aquí mañana? —no puedo evitar preguntarle.
  —Siempre  —responde.
El “siempre” tan habitual y repetitivo y utilizado en su vocabulario que casi me descompone los nervios, como cuando le pregunto ¿vives aquí? Y contesta con su mero  “siempre” desguarnecido.
Vuelvo a mi prestada casa rural por unos días, me tumbo en la cama boca arriba, concentrándome en aquella  grieta del techo analizando  nuestro encuentro. Algo me atrae de él, ¿pero el qué? Ni yo misma lo sé.
Al día siguiente salgo y hago algunas compras  intentando distraerme y matar las horas anhelando que caiga la noche para volver a mi nuevo amigo. La luna está en lo alto, sé que es la hora, así que me asomo al balcón y Adolfo me sonríe desde la playa. Yo corro escaleras abajo hacia su emplazamiento y  me comenta que la visita de hoy se traslada por el centro del pueblo.
 Caminamos y me va relatando historias y la evolución del pueblo  mientras sospecho murmuraciones de los parroquianos a nuestro paso. Pero no les doy importancia, la gente del pueblo será así  formulo en mi cabecita y continuamos. Es tan diferente y estoy absorta en sus relatos que lo demás carece de importancia para mí. Horas después nos despedimos a mi pesar  hasta la noche siguiente.
Por la mañana salgo a mi idílico balcón. Es temprano, aún no han cercado la playa los tumultos y las sombrillas y los voceríos que tanto aborrezco. Así que decido bajar dando un paseo  y recojo un guijarro, uno de tantos que recopilo en mis viajes para mi colección que luego tiño con un rotulador indeleble con su fecha y nombre de la localidad. Pero algo despierta mi curiosidad entre las rocas. Un objeto, quizás nada, pero algo centellea con la luz del sol, me encaramo al risco, y lo veo, es una especie de medallón que está atascado en una grieta en medio de las rocas  y me cuesta, pero al final consigo zafarlo su encerramiento. Es muy viejo quizás hasta muy antiguo. Tiene un escudo y en el reverso las iniciales “A. S” y está cubierto de hollín. Bueno, mi primer suvenir de mis pequeñas vacaciones, pienso y lo guardo.
En casa intento limpiarlo sin mucho éxito. Acto seguido salgo con mi cámara a retratar las edificaciones más emblemáticas del lugar y parte de las ruinas monumentales. Me percato del emblema de la casa donde me alojo, es casi igual o quizás me lo parezca a mí, a la de mi medallón de la grieta. Decido preguntarle a la casera por la heráldica y me explica que la ha reformado varias veces casi por completo, pero no le han dejado restaurar la parte de la fachada  donde se encuentra el singular escudo, por ser parte del patrimonio cultural e histórico del pueblo. De momento no quiero hacerla partícipe de mi hallazgo, pero persisto en mi curiosidad. Me sugiere que vaya al museo donde hay un stand exclusivo con la información ancestral de las familias del pueblo.
— Mañana iré  — le comento agradecida por la información.
Espero ansiosa a Adolfo desde mi balcón  y aparece sonriente como siempre. La nostalgia va desapareciendo de su rostro  desde que nos conocimos  y eso me alegra. Me cuelgo el medallón al cuello y bajo a la playa.
    —Buenas noches mi dulce damisela.
    —Buenas noches, mi noble cortesano —contesto con una reverencia.
Se percata de mi colgante y dice que perteneció a su familia y que hace años que lo había perdido. Así que se lo entrego encantada. Me devuelve mi reloj de pulsera que días antes lancé al mar.
    —¿Cómo es posible?  —le pregunto.
Adolfo se limita a encogerse de hombros y me sonríe. No le doy muchas vueltas, quizá lo haya devuelto la marea.
    —¿Hacia dónde vamos hoy?
No me responde, tira de mí brazo hacia donde me alojo. Y en la puerta me muestra el medallón y la inscripción de la fachada.
    —Es el emblema de mis antepasados. Antes esta casa y las cinco colindantes formaban solo una, fue mi casa. A mi familia le expropiaron las tierras y se fueron, me quedé solo.
    —¿Quieres entrar? —le pregunto.
Asiente y subimos hasta el balcón.
   —Me encantaba ver los barcos mercantes desde aquí —manifiesta y la nostalgia vuelve a inundar su rostro.
   —¿Dónde vives ahora?
   —Aquí y allá —me responde Adolfo.
Una sensación conmovedora me envuelve. No me había dado cuenta hasta ese momento de su ropa, lleva la misma desde que lo conocí. Quizá sea un indigente, pero ni eso me importa.
Es una de las poquísimas concesiones que me hace sobre él y ni siquiera es concluyente para saber si tiene un techo o no.
    —Pasado mañana vuelvo a mi país.
    —Lo sé Bea  —me dice y me sonríe de una forma dulce.
Me desconcierta como siempre, ojala pudiese entenderlo a veces.
Me besa la mano y se despide. Baja las escaleras y vuelve a desaparecer en la playa.
Al día siguiente espero impaciente a que anochezca. Las horas no pasan y me aburro, Carolina definitivamente no es buena recomendando lugares vacacionales, ya no sé con qué matar el tiempo, así que decido ir al museo que abre hasta tarde. Y un hombre de unos cuarenta años me da su peculiar bienvenida:
    —Vaya, la excéntrica turista que habla sola por las calles.
    —¿Perdone? No tengo por costumbre hablar sola ¿Es que en este país se han vuelto todos locos?
    —Te he visto la otra noche por el centro, yo y todo el pueblo y si lo hacías.
Recapitulé, la única noche que estuve en el centro fue con Adolfo.
   —Vine antes de ayer sí, con Adolfo un chico del pueblo, si usted es de aquí tiene que conocerlo.
   —No me suena, hace siglos que no hay nadie empadronado aquí con ese nombre.
   —¿Qué?
No creo que me haya mentido sobre eso ¿Para qué iba a hacerlo? No es de esos, que finge amabilidad para conseguir sexo esporádico con una turista de paso, porque ya lo hubiese intentado. Al contrario, es en mesura,  respetuoso  y amable.
Prefiero no pensar en ello y seguir mi visita por la exposición hasta la hora de encontrarnos. Luego ya aclararé con él, al menos lo de su nombre.
Por fin  advierto la heráldica de la casa, hasta hay pinturas de la época. Miro los cuadros  y el corazón, mis entrañas y todas mis vísceras dan un triple mortal. Mi chico guía allí, inmortalizado siglos atrás y su medallón colgando de su cuello, con sus iniciales “A. S.” en la pestaña de información bajo el cuadro, leo;

Adolfo de Sotomayor, hijo de nobles siglo XVII, murió ahogado en la playa ahora llamada de Cerciña, luego de ser arrastrado por las fuertes corrientes contra las rocas, a los 27 años de edad.”

No puede ser, tiene que haber una explicación razonable, ¿pero cuál? Si todo encaja con lo más imposible que sensato.  Su ropa, su jerga, su “siempre“   crónico  y las murmuraciones por el pueblo cuando paseaba con él. ¿Sería verdad que solo yo lo veía? Y por eso me tomaban por una loca que iba hablando sola. ¿Será un alma atormentada con algo pendiente? ¿O el guardián de las rocas para que a nadie le pase lo que a él? Por eso quizá me salvó. ¿Por qué yo? Quizás por ello, porque casi comparto su mismo destino en el mar.
¡Ay Carolina! Te mato, vacaciones culturales no, ¡fantasmagóricas! Ya hablaré contigo…
Corro a la playa sabiendo que todavía es demasiado pronto para que llegue, pero me sorprende verlo allí, con las manos entrelazadas a la espalda, esperándome, como si supiese de antemano que iría a esa precisa hora.  Las preguntas se me aglomeraban en la boca, no sé ni por dónde empezar e intento escoger la primera ¿pero cuál? Tartamudeo desconcertada y Adolfo se me adelanta:
   —Ahora ya lo sabes, no preguntes porque ya sabes las respuestas, las sabes, mi bella doncella Bea, tengo mi medallón y ya puedo irme. Gracias a ti he recordado finalmente quién soy.
   —X&/fgr@s!vg… ¿Qué?
   —Llevo demasiado tiempo aquí, tanto, que olvidé quien era, tú encontraste mi medallón, tú casi te ahogas en mi mismo lugar. Tú me has liberado, y puedo irme en paz.
    —Te echaré de menos — le digo ¿qué otra cosa puedo decir? Quizás esa frase encierre y resuma todo lo que siento y lo entienda en medio de mi asimilación.
    —Yo también a ti, hacía mucho que no hablaba con nadie y  no recordaba quien era, tú me ayudaste a recordar todo, gracias Bea, mi bella doncella.
Y se aleja sin mirarme, yo tampoco levanto mi vista de él y según se aleja su silueta se difumina hasta que desaparece del todo.
Por la mañana bajo mi maleta hasta la puerta principal, mi cabeza aun no puede asimilar mi paranormal experiencia.
Es mi último día, no puede irme sin pisar irremediablemente aquella playa por  última vez. Y decido llevar unas flores y depositarlas en las rocas, en homenaje a mi amigo misterioso y perpetuo de aquella playa hasta mi llegada. Vuelvo y espero mi taxi en la puerta de la casa. No puedo evitar volver a mirar al acantilado, pero Adolfo no está, ocupa su lugar un grupo de gaviotas, quizás intuyen la energía espectral que allí se hallaba, quizá sepan más que yo y que nadie sobre todo lo que acontece y esconde la brisa.
Unas gaviotas   en formación sublime y en  perfecta seriedad fúnebre.
De repente algo me sobresalta, una presión en los hombros y un ligero movimiento.
   —Señorita, hemos llegado, señorita.
   —¿Qué?
 La azafata del avión me zarandea suavemente hasta que logra despertarme y  miro por la ventanilla y leo “Aeropuerto  de Lava Colla, Santiago de Compostela”. ¡Oh no! todo ha sido un sueño, un sueño... ¡Si acabo de llegar a Galicia!  Me quedé dormida leyendo “Cantares” Rosalía de Castro, poesía de una escritora gallega de época. Puede ser el causante de mi sueño.

Pero por un momento,  por un precioso momento, con almas en pena y sin ellas viajé en el tiempo, gocé de mi anhelada desconexión del enajenante mundo que nos encierra a todos.

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