Se lo dedico a Bea y a Carolina, dos personas maravillosas que he tenido la suerte de conocer en esta nueva etapa de mi vida. Chicas, sois mis protas, je je, espero que no os importe que me haya tomado la licencia, es mi pequeño homenaje....
Mi soporífera y extremadamente larga travesía en avión desde Argentina termina y
el taxi me transporta hasta la entrada de aquel pueblecito. Las puertas
góticas me trasladan a otra época.
Y allí estoy, con la
esperanza de encontrar la evasión que
tanto anhelo, sin móvil, sin autores saturándome el Facebook y pidiendo disculpas porque tienen dudas, ni
el fustigador sonido de faxes y el ruido de oficina retumbando en mi cabeza. En
busca de la calma conmigo misma, sin las horas y planificaciones previas. Huir
de los pensamientos y de la actual civilización al esplendor del pasado. Es la
razón por la que me he dejado convencer por Carolina para ir a esa región para mis mini vacaciones, la riqueza
histórica que encierra y la fascinante Galicia
Bíblica, cuna de leyendas celtas, y tantas otras… o eso cuenta ella.
El enorme balcón de la
casa rural donde me hospedo es como un gran palco al mar abierto, donde admirar el vaivén de
las olas acechando la playa. La luna llena y el centellear constante del mar,
roza lo inconcebible el NO inmortalizarlo como mi cámara, digno de ser
postergado como mi nuevo fondo de escritorio de mi portátil. Es casi inevitable
no bajar hasta la playa y lo hago. La luna incita a bañarme.
Precipito mi reloj al hondo océano y tomo
varias determinaciones; no me regiré
bajo ninguna rutina horaria, ingeriré alimento cuando tenga hambre y dormiré
cuando el sopor me alcance.
Aparco la sensatez junto a
mi ropa, me introduzco en la inmensidad
marina y nado mar adentro. Vuelvo mi rostro hacia el puerto y para mi sosiego
no hay ni un alma. Pero refugiada en las olas intuyo que soy observada y un
silbido procedente de las rocas capta mi atención. Un chico joven mantiene el
brazo estirado indicándome mi retaguardia. Me estremezco cuando avisto la
descomunal ola que se acerca con la intención de engullirme e intento nadar
rauda hacia tierra. El chico logra socorrerme antes de que la ola me alcance y
me haga trizas contra las rocas. Me deja en la orilla mientras me cubre con mi
ropa y yo, aturdida, cuando logro
incorporarme y espabilar todos mis
sentidos, para mi sorpresa me percato de
que ya no está. ¿Cómo lo ha hecho?
Desaparecer así…
Miro
hacia el acantilado y creo verlo, aún me tambaleo pero consigo llegar y subir
al risco. Me acerco a él, me presento para darle las gracias, pero detecto
cierto recelo hacia mí. Y presiento que está a punto de volver a volatilizarse.
—¡Espera! —le grito.
Finalmente accede y me
responde que su familia le ha inculcado la desconfianza hacia los extranjeros.
Aún algo receloso, consigo
convencerlo y decide continuar conversando conmigo. Se llama Adolfo, es moreno
de pelo y tez, delgado y atractivo aunque va algo desaliñado. Me comenta que
nunca ha pasado de las montañas en sus
veintisiete años. La conversación definitivamente se alarga y le confieso mi
fascinación por la historia de la pequeña urbe. Adolfo finalmente se ofrece a
servirme de guía pero matiza que solo lo hará cuando salga la luna y con la condición que no vuelva a meterme en el
agua a esas horas. Parece inofensivo, me guío por mi instinto y acepto gustosa,
además me ha salvado la vida.
Comenzamos aquella misma noche nuestra especie
de paseo cultural, algo inusual por el horario nocturno pero estoy embelesada por las antiguas
leyendas que no paran de brotar de sus labios. Llevamos un buen rato caminando,
atravesamos un monte mientras un plácido aroma a eucalipto va guiando su
testimonio. Es cortés y afable, algo ceremonioso en su lenguaje, tanto que no
puedo evitar reírme mientras pienso que se ha metido en demasía en su personaje
de guía medieval y habla con la jerga de la época. Pero es entretenido y decido
seguirle el juego de la misma forma. Me guía hasta una ostentosa fortaleza por
la que pasaron romanos y aristócratas de
la época y no fue derruida ni por la infame furia de la batalla, ni por el
transcurrir del tiempo. Corro por sus estrechas escaleras y jugamos a que es un
noble y yo una doncella de la época mientras me persigue entre sus bastos muros
hasta que me da alcance. Nos reímos y jugamos como críos. Me ofrece su mano y
vuelve a tirar de mí brazo hasta una vieja y abandonada serrería y me sigue
narrando la trama existencial de
aquellas ruinas.
Adolfo aunque me trasmite
confianza es un tanto misterioso, cada vez que formulo una pregunta ligeramente
personal, cambia de tema, posee una habilidad magistral para hacerlo y cuando logro que conteste, no es muy
conciso en sus respuestas, por el contrario sobre el pueblo sí y me obsequia
con más información de la que puedo digerir en una sola noche. ¿Cómo puede
saber tanto? Fechas exactas, ubicaciones, quizás trabaje en el pequeño museo
del centro, o tenga un hobbies afín al mío es en principio lo que llego a
imaginarme.
El desánimo se apodera de
mí cuando dice que tiene que irse.
Es un
extraño, Bea, me digo a mí misma, pero su mirada nostálgica cae implacable
sobre mí y me arrolla. Y siento la imperiosa necesidad de volver a verlo.
—¿Estarás aquí mañana? —no puedo evitar
preguntarle.
—Siempre —responde.
El “siempre” tan habitual
y repetitivo y utilizado en su vocabulario que casi me descompone los nervios,
como cuando le pregunto ¿vives aquí? Y contesta con su mero “siempre” desguarnecido.
Vuelvo a mi prestada casa
rural por unos días, me tumbo en la cama boca arriba, concentrándome en
aquella grieta del techo analizando nuestro encuentro. Algo me atrae de él, ¿pero
el qué? Ni yo misma lo sé.
Al día siguiente salgo y
hago algunas compras intentando
distraerme y matar las horas anhelando que caiga la noche para volver a mi
nuevo amigo. La luna está en lo alto, sé que es la hora, así que me asomo al
balcón y Adolfo me sonríe desde la playa. Yo corro escaleras abajo hacia su
emplazamiento y me comenta que la visita
de hoy se traslada por el centro del pueblo.
Caminamos y me va relatando historias y la
evolución del pueblo mientras sospecho
murmuraciones de los parroquianos a nuestro paso. Pero no les doy importancia, la gente del pueblo será así formulo en mi cabecita y continuamos. Es tan
diferente y estoy absorta en sus relatos que lo demás carece de importancia
para mí. Horas después nos despedimos a mi pesar hasta la noche siguiente.
Por la mañana salgo a mi
idílico balcón. Es temprano, aún no han cercado la playa los tumultos y las
sombrillas y los voceríos que tanto aborrezco. Así que decido bajar dando un
paseo y recojo un guijarro, uno de
tantos que recopilo en mis viajes para mi colección que luego tiño con un
rotulador indeleble con su fecha y nombre de la localidad. Pero algo despierta
mi curiosidad entre las rocas. Un objeto, quizás nada, pero algo centellea con
la luz del sol, me encaramo al risco, y lo veo, es una especie de medallón que
está atascado en una grieta en medio de las rocas y me cuesta, pero al final consigo zafarlo su
encerramiento. Es muy viejo quizás hasta muy antiguo. Tiene un escudo y en el
reverso las iniciales “A. S” y está cubierto de hollín. Bueno, mi primer suvenir de mis pequeñas vacaciones, pienso y lo
guardo.
En casa intento limpiarlo
sin mucho éxito. Acto seguido salgo con mi cámara a retratar las edificaciones
más emblemáticas del lugar y parte de las ruinas monumentales. Me percato del
emblema de la casa donde me alojo, es casi igual o quizás me lo parezca a mí, a
la de mi medallón de la grieta. Decido preguntarle a la casera por la heráldica
y me explica que la ha reformado varias veces casi por completo, pero no le han
dejado restaurar la parte de la fachada donde se encuentra el singular escudo, por ser
parte del patrimonio cultural e histórico del pueblo. De momento no quiero
hacerla partícipe de mi hallazgo, pero persisto en mi curiosidad. Me sugiere
que vaya al museo donde hay un stand exclusivo con la información ancestral de
las familias del pueblo.
— Mañana iré — le comento agradecida por la información.
Espero ansiosa a Adolfo
desde mi balcón y aparece sonriente como
siempre. La nostalgia va desapareciendo de su rostro desde que nos conocimos y eso me alegra. Me cuelgo el medallón al
cuello y bajo a la playa.
—Buenas noches mi dulce damisela.
—Buenas noches, mi noble cortesano —contesto
con una reverencia.
Se percata de mi colgante
y dice que perteneció a su familia y que hace años que lo había perdido. Así
que se lo entrego encantada. Me devuelve mi reloj de pulsera que días antes
lancé al mar.
—¿Cómo es posible? —le pregunto.
Adolfo se limita a
encogerse de hombros y me sonríe. No le doy muchas vueltas, quizá lo haya devuelto la marea.
—¿Hacia dónde vamos hoy?
No me responde, tira de mí
brazo hacia donde me alojo. Y en la puerta me muestra el medallón y la
inscripción de la fachada.
—Es el emblema de mis antepasados. Antes esta
casa y las cinco colindantes formaban solo una, fue mi casa. A mi familia le
expropiaron las tierras y se fueron, me quedé solo.
—¿Quieres entrar? —le pregunto.
Asiente y subimos hasta el
balcón.
—Me encantaba ver los
barcos mercantes desde aquí —manifiesta y la nostalgia vuelve a inundar su
rostro.
—¿Dónde vives ahora?
—Aquí y allá —me responde
Adolfo.
Una sensación conmovedora
me envuelve. No me había dado cuenta hasta ese momento de su ropa, lleva la
misma desde que lo conocí. Quizá sea un indigente, pero ni eso me importa.
Es una de las poquísimas
concesiones que me hace sobre él y ni siquiera es concluyente para saber si
tiene un techo o no.
—Pasado mañana vuelvo a mi país.
—Lo sé Bea —me dice y me sonríe de una forma dulce.
Me desconcierta como
siempre, ojala pudiese entenderlo a veces.
Me besa la mano y se
despide. Baja las escaleras y vuelve a desaparecer en la playa.
Al día siguiente espero
impaciente a que anochezca. Las horas no pasan y me aburro, Carolina
definitivamente no es buena recomendando lugares vacacionales, ya no sé con qué
matar el tiempo, así que decido ir al museo que abre hasta tarde. Y un hombre
de unos cuarenta años me da su peculiar bienvenida:
—Vaya, la excéntrica turista que habla sola
por las calles.
—¿Perdone? No tengo por costumbre hablar sola
¿Es que en este país se han vuelto todos locos?
—Te he visto la otra noche por el centro, yo y
todo el pueblo y si lo hacías.
Recapitulé, la única noche
que estuve en el centro fue con Adolfo.
—Vine antes de ayer sí,
con Adolfo un chico del pueblo, si usted es de aquí tiene que conocerlo.
—No me suena, hace siglos
que no hay nadie empadronado aquí con ese nombre.
—¿Qué?
No creo que me haya mentido
sobre eso ¿Para qué iba a hacerlo? No es de esos, que finge amabilidad para
conseguir sexo esporádico con una turista de paso, porque ya lo hubiese
intentado. Al contrario, es en mesura, respetuoso y amable.
Prefiero no pensar en ello
y seguir mi visita por la exposición hasta la hora de encontrarnos. Luego ya
aclararé con él, al menos lo de su nombre.
Por fin advierto la heráldica de la casa, hasta hay
pinturas de la época. Miro los cuadros y
el corazón, mis entrañas y todas mis vísceras dan un triple mortal. Mi chico
guía allí, inmortalizado siglos atrás y su medallón colgando de su cuello, con
sus iniciales “A. S.” en la pestaña de información bajo el cuadro, leo;
“Adolfo de Sotomayor, hijo de nobles siglo XVII, murió ahogado en la
playa ahora llamada de Cerciña, luego de ser arrastrado por las fuertes
corrientes contra las rocas, a los 27 años de edad.”
No puede ser, tiene que
haber una explicación razonable, ¿pero cuál? Si todo encaja con lo más
imposible que sensato. Su ropa, su
jerga, su “siempre“ crónico
y las murmuraciones por el pueblo cuando paseaba con él. ¿Sería verdad
que solo yo lo veía? Y por eso me tomaban por una loca que iba hablando sola.
¿Será un alma atormentada con algo pendiente? ¿O el guardián de las rocas para
que a nadie le pase lo que a él? Por eso quizá me salvó. ¿Por qué yo? Quizás
por ello, porque casi comparto su mismo destino en el mar.
¡Ay
Carolina! Te mato, vacaciones culturales no, ¡fantasmagóricas! Ya hablaré
contigo…
Corro a la playa sabiendo
que todavía es demasiado pronto para que llegue, pero me sorprende verlo allí,
con las manos entrelazadas a la espalda, esperándome, como si supiese de
antemano que iría a esa precisa hora.
Las preguntas se me aglomeraban en la boca, no sé ni por dónde empezar e
intento escoger la primera ¿pero cuál? Tartamudeo desconcertada y Adolfo se me
adelanta:
—Ahora ya lo sabes, no preguntes porque ya
sabes las respuestas, las sabes, mi bella doncella Bea, tengo mi medallón y ya
puedo irme. Gracias a ti he recordado finalmente quién soy.
—X&/fgr@s!vg… ¿Qué?
—Llevo demasiado tiempo
aquí, tanto, que olvidé quien era, tú encontraste mi medallón, tú casi te
ahogas en mi mismo lugar. Tú me has liberado, y puedo irme en paz.
—Te echaré de menos — le digo ¿qué otra cosa
puedo decir? Quizás esa frase encierre y resuma todo lo que siento y lo
entienda en medio de mi asimilación.
—Yo también a ti, hacía mucho que no hablaba
con nadie y no recordaba quien era, tú
me ayudaste a recordar todo, gracias Bea, mi bella doncella.
Y se aleja sin mirarme, yo
tampoco levanto mi vista de él y según se aleja su silueta se difumina hasta
que desaparece del todo.
Por la mañana bajo mi
maleta hasta la puerta principal, mi cabeza aun no puede asimilar mi paranormal
experiencia.
Es mi último día, no puede
irme sin pisar irremediablemente aquella playa por última vez. Y decido llevar unas flores y
depositarlas en las rocas, en homenaje a mi amigo misterioso y perpetuo de
aquella playa hasta mi llegada. Vuelvo y espero mi taxi en la puerta de la
casa. No puedo evitar volver a mirar al acantilado, pero Adolfo no está, ocupa
su lugar un grupo de gaviotas, quizás intuyen la energía espectral que allí se
hallaba, quizá sepan más que yo y que nadie sobre todo lo que acontece y
esconde la brisa.
Unas gaviotas en formación sublime y en perfecta seriedad fúnebre.
De repente algo me
sobresalta, una presión en los hombros y un ligero movimiento.
—Señorita, hemos llegado,
señorita.
—¿Qué?
La azafata del avión me zarandea suavemente
hasta que logra despertarme y miro por
la ventanilla y leo “Aeropuerto de Lava Colla, Santiago de Compostela”. ¡Oh no! todo ha sido un sueño, un sueño...
¡Si acabo de llegar a Galicia! Me
quedé dormida leyendo “Cantares” Rosalía de Castro, poesía de una escritora
gallega de época. Puede ser el causante de mi sueño.
Pero por un momento, por un precioso momento, con almas en pena y
sin ellas viajé en el tiempo, gocé de mi anhelada desconexión del enajenante
mundo que nos encierra a todos.
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